Lo hice. Lo acababa de hacer. Había sido tan rápido que me pareció irreal, falso. ¿Habría hecho algo mal? No, porque entonces empezó; Sentí como la muñeca me escocía, me picaba, pero entonces vi como unas gotas rojas salían de ella. Era como lluvia que se resbalaba por mi piel.
Desprendía un olor metálico que hubiera pasado desapercibido para cualquiera, pero no para mí. Todavía recordaba el aroma que desprendía desde la cabeza de Iván. Me habían entrado nauseas y estuve a punto de desmayarme, pero tenía que salvarle, tenía que conseguir que los dos saliéramos de aquel coche con vida.
A mí siempre me había dado miedo la sangre, era como una señal de muerte y en ese momento lo significó.
Me costaba respirar y mirarle. Estaba hiperventilando y no conseguía mantener la calma. Entonces lo vi; Sobresalía de su bolsillo un pequeño móvil que parpadeaba desprendiendo una tenue luz.
Estiré mi brazo tembloroso hacia el pequeño teléfono, pero temblaba tanto que no pude evitar rozar mi mano con una de las heridas de Iván. Mi palma tenía sangre, no era mía, pero lo parecía. Vomité.
Cuando lo eché todo, me limpié la boca con la manga de la chaqueta y cerré un poco los ojos intentando que se me pasara el mareo. Cuando los abrí, oculté mi mano con sangre y estiré la otra que temblaba aún más. Sin embargo, en esa ocasión no le toqué y pude coger el móvil.
Marqué el número de una ambulancia y esperé a que alguien me contestara. Esos pocos segundos que tardó la mujer en coger el teléfono se volvieron minutos, se volvieron horas. Me sentía tan impotente sosteniendo un móvil entre mis manos mientras Iván, inconsciente, se desangraba a mi lado.
Cuando, por fin, sentí la respiración de alguien a través del teléfono no puede evitarlo y me puse a gritar: “¡¿Por qué han tardado tanto en contestar?! ¡Necesito ayuda, maldita sea, necesito ayuda!”
Entonces la mujer que había contestado me gritó a mí, pero de una forma tan delicada que no parecía que levantara la voz: “¡Cálmate, por favor! Dime qué ha pasado y dónde estás.”
Le contesté, pero mi voz temblaba, toda yo temblaba. Pensé que tendría que volver a repetírselo todo, pero me sorprendió diciéndome que ya mandaban una ambulancia hacia allí y me ordenó una última cosa, que tratara de tapar la cabeza de Iván con algo, pero que no lo moviera bajo ningún concepto.
Con algunos gestos que me resultaron muy dolorosos conseguí sacarme la chaqueta con la que intenté tapar su herida. Pocos minutos después apareció la ambulancia.
Unos hombres sacaron primero a Iván con mucho cuidado y después me sacaron a mí. Cuando estaba fuera intenté caminar, pero el primer paso me hizo caer. Me agarraron por los brazos y me ayudaron a entrar en la ambulancia donde esperaba Iván. Le habían puesto un collarín e intentaban darle aire, pero no reaccionaba. Las manos enguantadas de los que intentaban insuflarle vida estaban cubiertas de sangre.
Los mareos volvieron y por un momento pensé que volvería a vomitar, pero me contuve. Tenía que aguantar hasta que lo ayudaran, hasta que lo sacaran del peligro, pero entonces surgieron las palabras que más temía. Fueron un susurro, pero las escuché como si me las hubieran gritado al lado del oído: “Se acabó, no podemos hacer más, hora de la muerte, las 6:45”
Aquellas palabras me destrozaron por dentro. Por primera vez sentí que mi corazón se partía en pedazos tan pequeños que sería imposible reconstruirlo, por primera vez sentí que mi alma se desvanecía, que me quedaba vacía por dentro y el vacío se rellenó con dolor, con un dolor tan fuerte que me sorprendió que en esos momentos no estuviera gritando, sólo llorando en silencio, dejando que las lágrimas surcaran mis mejillas manchadas de polvo y de mi propia sangre...

Jamás me perdoné por lo que había sucedido. Por mi culpa Iván, mi amor, nos abandonó a todos, porque no fui capaz de salvarle, si hubiera contenido la hemorragia habría tenido alguna posibilidad de sobrevivir, pero no fui capaz. Mi estúpido miedo provocó su muerte.
Aquellos recuerdos asaltaron mi mente durante el corte. Sin embargo, cuando vi la sangre, como savia que sale del tronco de un árbol, no quise vomitar, no me mareé simplemente observé como se deslizaba, roja como el vino.
Cuando sentí un leve mareo comprendí que debía detener la hemorragia. Cogí unas gasas y vendé mi brazo. Al momento su blanco quedó manchado por la sangre. Algunas gotitas seguían deslizándose por mi brazo y cayeron en el suelo salpicando mis pies descalzos. Mi piel era tan blanca que parecía que la pureza de la nieve hubiera sido manchada con la sangre de algún animal herido.
Tenía que limpiar las baldosas antes de que alguien entrara. Comprobé que ya había dejado de sangrar y me puse un vendaje más por encima de las gasas, para que dejara de verse la gran mancha roja. Empecé a limpiar la sangre con papel higiénico y luego eché un poco de jabón al suelo para terminar de borrar las huellas de mi delito. Cuando comprobé que todo estaba limpio me puse la bata y procuré tapar lo mejor que pude el brazo donde tenía el vendaje.
Bajé a cenar junto con mi hermano mayor, Rafael. Aquel día estaríamos solos porque nuestros padres estaban en una conferencia por culpa de su empresa, pero no nos importaba, la verdad era que lo raro en casa era que ellos estuvieran con nosotros. Nosotros, éramos algo secundario e incluso terciario, no éramos nada, sólo la mierda que nuestros padres crearon.
Rafael había hecho un poco de arroz blanco y frió dos huevos. Sirvió los platos sin dirigirme la palabra ni mirarme a los ojos. Desde el día del accidente se había portado de esa forma tan distante conmigo. Iván había sido su mejor amigo y aunque él hubiera sido mi amor Rafael lo conocía desde hacía demasiado tiempo como para sentir menos pena y tristeza que yo.
Le di las gracias y me puse a mirar al plato mientras revolvía la comida con el tenedor. La verdad era que no tenía hambre, sólo mucho sueño, pero después de lo que acababa de hacer me daba miedo que mis ojos se cerraran.
Observé a mi hermano, quien comía con mucho ímpetu. Los dos éramos físicamente muy parecidos: Pelo negro, piel clara, la misma pequeña nariz recta, la cara en forma de corazón, la diferencia se encontraba en nuestros ojos; Los suyos eran azules como el mar, muy azules, siempre me fascinaron esos ojos que estaban llenos de vida. Los míos, por el contrario, eran grises y sólo desprendían tristeza.
-¿Qué miras? –me espetó.
-Nada, es que no tengo mucha hambre. –le contesté, pero sin mirarle a los ojos, no me atrevía.
Me miró, como si intentará atravesarme con sus ojos. Me estaba poniendo muy nerviosa hasta que, por fin, habló.
-Pues si no quieres comer guárdalo en un táper y mételo en la nevera.
Usó uno tono tan seco que hizo que sólo me entraran ganas de llorar.
-Vale. Lo guardaré.

Encerrada en mi habitación me eché en la cama sin encender la luz ni quitarme la bata. Dejé que las lágrimas corrieran por mis mejillas, pero en silencio, a pesar de que las ganas de gritar me invadieran como un potente veneno.
¿Qué me quedaba? Mis padres nos odiaban a mi hermano y a mí, Iván había muerto por mi culpa y Rafael, la persona a la que más quería en este mundo, no me dirigía la palabra y cuando lo hacía sólo me lanzaba miradas de odio y escupía las palabras sobre mí. En momentos como ése, sólo deseaba que todo acabara, que el mundo me tragara y me hiciera desaparecer.
Otra vez, esa sensación de vacío se cernía sobre mí, como el día del accidente, pero esta vez el dolor que lo llenaba era más grande. Habían pasado cinco meses desde lo del accidente, pero en ningún momento me había sentido tan mal como entonces. No lo soportaba. La cabeza me dolía debido al gran esfuerzo que tenía que hacer para no gritar. Cuando me pasaba eso sólo podía hacer una cosa para solucionarlo: Cortar.
Sería peligroso, ya lo había hecho antes y había expulsado demasiada sangre, pero había un impulso que me hacía querer hacerlo de nuevo.
En el cuarto de baño me saqué la bata que arrojé contra la bañera y después me arranqué los vendajes del brazo dejando al descubierto las cicatrices de crímenes pasados. Adornaban mi brazo como si una serpiente se hubiera enrollado a su alrededor.
Saqué la cuchilla, que guardaba siempre detrás del váter pegada con cinta adhesiva, y la acerqué a mi brazo. Estaba a punto de hacerlo cuando la puerta se abrió de golpe. Rafael acaba de entrar con una toalla enrollada en su cintura, dispuesto a darse un baño, pero lo vio; La bata tirada dentro de la bañera, los vendajes y las gasas manchadas de rojo, la cuchilla en mi mano, las marcas de mi brazo.
Corrió hacia mí. Pensé que me daría una bofetada, pero lo único que hizo fue abrazarme. Me asusté, ni siquiera solté la cuchilla sólo tenía los ojos abiertos como platos sintiendo como mis lágrimas volvían a correr por mi cara.
-Suéltala, por favor. –me susurró Rafael al oído.
Al momento lo hice. Cayó haciendo un ruido metálico que resonaba dentro de mí. Sin embargo, a pesar de que mi mano ya la había soltado, no fui capaz de abrazar a mi hermano.
-¿Por qué? –preguntó.
No respondí.
-¿Por qué? –repitió.
“Porque ya no tengo a nadie, Rafael, porque me siento sola, impotente, porque la persona a la que más quería murió por mi culpa, porque a la que más quiero, por encima de todo, me odia y ese eres tú, Rafael. Porque ya no soporto la culpa ni la soledad que lo único que hacen es devorarme por dentro...”
Pensé en todo eso, pero no me atreví a decirlo. Ese abrazo me tendría que haber ayudado a sentirme mejor, pero sólo hizo que me pusiera furiosa. Lo aparté de un empujón, cogí la cuchilla y por una vez en mucho tiempo le miré a los ojos.
-¡¿QUÉ TE IMPORTA?! ¡MI VIDA ES MI VIDA Y TÚ NO TIENES POR QUÉ METERTE EN ELLA!
Salí del cuarto de baño dando grandes zancadas. Mi hermano se quedó inmóvil mirándome, suplicando con esos ojos. Pero me daba igual. Me había hecho daño, durante cinco meses.
-Suelta la cuchilla, por favor.
-¡NO!
-¡¿No ves que te vas a matar?! –gritó Rafael con las lágrimas a punto de desbordarse.
-¡¿No ves que si lo hago es porque me da igual?!
Rafael dio un paso atrás y cayó en la bañera. Salí de allí y volví a encerrarme en mi cuarto. Cerré con el pestillo y volví a echarme en mi cama. Escuché como sus pasos se acercaban a la puerta y empezaba a aporrearla.

No paraba de gritarme que abriera la puerta y aunque pasaron las horas él seguía golpeando la puerta de pino negro con la misma fuerza. Llegué a asustarme, porque no paraba. Cuando fue la una de la mañana cesó y sólo dijo una cosa.
-Lo único que te pido es que por favor dejes la cuchilla y la pases por debajo de la puerta. Por favor. –su voz sonaba cansada.
Yo también lo estaba y hubo un impulso que me hizo levantarme y dirigirme hacia la puerta. Me agaché, pero antes de pasarle la cuchilla me hice un pequeño corte en el dedo y con las gotitas que salieron de él, manché el filo de la cuchilla. Después se la pasé por el pequeño hueco que había debajo de la puerta.
Pasaron un par de segundos y escuché como sus pasos se alejaban. No me había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que oí como se iba. Me alejé de la entrada y me metí en la cama mientras me chupaba el dedo. El sabor de la sangre inundaba mi boca y acabé durmiéndome con el metal del líquido.

Desperté con un rayo de sol en la cara. Abrí los ojos poco a poco para habituarme a la luz. Apenas recordaba lo que había pasado la noche anterior, pero entonces localicé la pequeña cicatriz de mi dedo índice. Todos los recuerdos vinieron de golpe a mí.
Me daba miedo abrir la puerta, pero no me quedaba más remedio que hacerlo. Me arrepentí cuando lo hice. La puerta de pino estaba llena de manchas de sangre seca y en el suelo había un par de gotas más.
Con pasos cuidadosos fui hasta el cuarto de Rafael. La puerta estaba entreabierta. Me asomé un poco para comprobar si estaba ahí y, en efecto, allí se encontraba. Estaba sentado en el borde de su cama, con las piernas un poco abiertas, la cabeza apuntando hacia abajo, los brazos colgando y entre sus manos, cuyos nudillos estaban llenos de sangre, la cuchilla con restos del líquido con el que la había manchado.
Entré dentro, pero pensé que no se había dado cuenta de mi presencia, pues no levantó la mirada del suelo. Me alegré de que no me mirara, ya que no habría sido capaz de contener las lágrimas.
-¿Por qué? –me asusté al escuchar el sonido de su voz. No sonaba bien, era como si tuviera la garganta seca y la voz quedaba ahogada por las lágrimas saladas.
Quería responder, pero no me veía capaz. Cada vez que abría la boca sentía que sólo podría gritarle y no quería, no quería que las cosas acabaran como la noche anterior.
Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos, que siempre habían desprendido vitalidad, parecían estar muertos y estaban inundados. Entonces hizo algo que no me esperaba; Cogió la cuchilla con su mano derecha y se hizo un corte en el brazo. Al momento la sangre corrió y me empecé a marear. Rafael siguió haciendo cortes en su brazo, pero la quinta vez que se iba poner la cuchilla corrí hacia él y le pegué una bofetada.
-¡¡¡PARA!!! –le grité. -¡¡¡POR FAVOR, PARA!!!
Le quité la cuchilla y la tiré al suelo, lejos de él, lejos de mí, lejos de nosotros. Caí de rodillas a su lado y lloré como nunca antes lo había hecho. Apoyé mi cabeza en su pecho mientras las gotas saladas se derramaban en su cuerpo. Me abrazó y sentí como la sangre de sus brazos me empapaba.
En esos momentos no me sentí furiosa, sino aliviada, querida por primera vez en mucho tiempo.
-Lo siento –le susurré. –Lo siento tanto.
Me abrazó con más fuerza y entonces me susurró al oído.
-Te quiero muchísimo. Eres la persona a la que más quiero y jamás te abandonaré. Y quiero que sepas que esto lo superaremos juntos, pero por cada corte que te hagas yo me haré otro, porque no pienso dejar que tú sufras sola. Si a ti te duele, a mí también.
Pasé mis manos por sus nuevos tatuajes de sangre y traté de limpiarlos con la manga de mi pijama, pero entonces vi que sus heridas ya habían dejado de sangrar.
Más tarde limpiamos la sangre que había en mi puerta y en el suelo. Juntos, cogimos la cuchilla y la tiramos y vimos como el camión de la basura se llevaba la bolsa donde la habíamos echado. Con cuidado, desinfecté las heridas de Rafael y él me ayudó a ocultar las mías. Ahora y desde entonces, cada día al levantarme y salir de mi casa, miro al cielo y digo: “Gracias”
No se las doy a Dios, tampoco se las doy al Universo, sólo se las doy a una persona que me enseñó que la vida es la cosa más maravillosa que podemos tener y que lo único que podemos hacer en los malos momentos es luchar y afrontar las cosas que vienen, pues por cada cosa mala viene una buena, no así de repente, pero llega. Y nunca estamos solos, porque siempre hay alguien que nos dirá que nos quiere, a lo mejor no lo tenemos a nuestro lado ahora mismo, pero siempre viene, siempre está.

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