Se quedó dormida agarrándome de la mano con una sutil y casi invisible sonrisa en su rostro de muerta viviente. Hacía mucho tiempo que no la veía tan tranquila, siempre estaba con las uñas mordidas, los brazos y las piernas llenos de arañazos y los labios con pequeñas cicatrices.
Había
días en los que la veía con los ojos muy abiertos y observando todo lo que la
rodeaba, en otras ocasiones sus brazos colgaban, su mirada estaba perdida, como
si la hubieran ofuscado.
No
hacía falta conocerla para hacerse una idea de lo que sentía y siempre uno
podía imaginarse lo que pasaba: ¿Maltrato, enfermedad, bullying?
En
alguna ocasión había escuchado rumores que se iban divulgando por el instituto:
“Me han contado que un amigo de su padre abusó de ella y su madre”, “Por lo
visto estuvo un par de años metidas en las drogas. La intentaron meter en
centros de rehabilitación, pero siempre se escapaba”, “Se ha intentado suicidar
siete veces”, “Es una puta psicótica. Se piensa que unos aliens la persiguen”.
Sé que esta última historia es bastante inverosímil, pero la escuché de primera
mano.
Comenzaré
diciendo que no era bullying. No es algo creíble debido a los crueles cotilleos
que la implicaban, pero a ella siempre le había dado igual lo que pensaran los
demás, no le dolía lo que pudieran decir sobre ella, tan sólo las voces que
escuchaba en su cabeza.
Ella
estaba sufriendo mucho y odiaba verla así, con esas pesadillas que la acosaban
cuando estaba despierta, que era, prácticamente, las veinticuatro horas del
día. Las ojeras le pesaban tanto que siempre estaba cabizbaja. Era horrible, sobre todo porque no
me veía capaz de ayudarla, a pesar de que siempre estaba hablando con ella,
tratando de hacer que se sintiera mejor, pero no funcionaba y ella acababa
llorando y gritándome que ya no podía más.
Jamás
olvidaré aquel día en su casa en el que se acostó en la cama y se tapó hasta la
nariz. Tenía los ojos muy abiertos y con un tono serio y tétrico que denotaba
cansancio y locura me dijo “Quiero morir…”. Y cogió un bote de pastillas y una
botella de alcohol y me quedé con ella hasta que su corazón se apagó por completo,
sonriendo, pensando que por fin me había hecho caso, pues qué mayor consuelo
tiene la depresión que el ver morir a su portadora.