Lo hice. Lo acababa de hacer. Había sido tan rápido que me pareció irreal, falso. ¿Habría hecho algo mal? No, porque entonces empezó; Sentí como la muñeca me escocía, me picaba, pero entonces vi como unas gotas rojas salían de ella. Era como lluvia que se resbalaba por mi piel.
Desprendía un olor metálico que hubiera pasado desapercibido para cualquiera, pero no para mí. Todavía recordaba el aroma que desprendía desde la cabeza de Iván. Me habían entrado nauseas y estuve a punto de desmayarme, pero tenía que salvarle, tenía que conseguir que los dos saliéramos de aquel coche con vida.
A mí siempre me había dado miedo la sangre, era como una señal de muerte y en ese momento lo significó.
Me costaba respirar y mirarle. Estaba hiperventilando y no conseguía mantener la calma. Entonces lo vi; Sobresalía de su bolsillo un pequeño móvil que parpadeaba desprendiendo una tenue luz.
Estiré mi brazo tembloroso hacia el pequeño teléfono, pero temblaba tanto que no pude evitar rozar mi mano con una de las heridas de Iván. Mi palma tenía sangre, no era mía, pero lo parecía. Vomité.
Cuando lo eché todo, me limpié la boca con la manga de la chaqueta y cerré un poco los ojos intentando que se me pasara el mareo. Cuando los abrí, oculté mi mano con sangre y estiré la otra que temblaba aún más. Sin embargo, en esa ocasión no le toqué y pude coger el móvil.
Marqué el número de una ambulancia y esperé a que alguien me contestara. Esos pocos segundos que tardó la mujer en coger el teléfono se volvieron minutos, se volvieron horas. Me sentía tan impotente sosteniendo un móvil entre mis manos mientras Iván, inconsciente, se desangraba a mi lado.
Cuando, por fin, sentí la respiración de alguien a través del teléfono no puede evitarlo y me puse a gritar: “¡¿Por qué han tardado tanto en contestar?! ¡Necesito ayuda, maldita sea, necesito ayuda!”
Entonces la mujer que había contestado me gritó a mí, pero de una forma tan delicada que no parecía que levantara la voz: “¡Cálmate, por favor! Dime qué ha pasado y dónde estás.”
Le contesté, pero mi voz temblaba, toda yo temblaba. Pensé que tendría que volver a repetírselo todo, pero me sorprendió diciéndome que ya mandaban una ambulancia hacia allí y me ordenó una última cosa, que tratara de tapar la cabeza de Iván con algo, pero que no lo moviera bajo ningún concepto.
Con algunos gestos que me resultaron muy dolorosos conseguí sacarme la chaqueta con la que intenté tapar su herida. Pocos minutos después apareció la ambulancia.
Unos hombres sacaron primero a Iván con mucho cuidado y después me sacaron a mí. Cuando estaba fuera intenté caminar, pero el primer paso me hizo caer. Me agarraron por los brazos y me ayudaron a entrar en la ambulancia donde esperaba Iván. Le habían puesto un collarín e intentaban darle aire, pero no reaccionaba. Las manos enguantadas de los que intentaban insuflarle vida estaban cubiertas de sangre.
Los mareos volvieron y por un momento pensé que volvería a vomitar, pero me contuve. Tenía que aguantar hasta que lo ayudaran, hasta que lo sacaran del peligro, pero entonces surgieron las palabras que más temía. Fueron un susurro, pero las escuché como si me las hubieran gritado al lado del oído: “Se acabó, no podemos hacer más, hora de la muerte, las 6:45”
Aquellas palabras me destrozaron por dentro. Por primera vez sentí que mi corazón se partía en pedazos tan pequeños que sería imposible reconstruirlo, por primera vez sentí que mi alma se desvanecía, que me quedaba vacía por dentro y el vacío se rellenó con dolor, con un dolor tan fuerte que me sorprendió que en esos momentos no estuviera gritando, sólo llorando en silencio, dejando que las lágrimas surcaran mis mejillas manchadas de polvo y de mi propia sangre...

Jamás me perdoné por lo que había sucedido. Por mi culpa Iván, mi amor, nos abandonó a todos, porque no fui capaz de salvarle, si hubiera contenido la hemorragia habría tenido alguna posibilidad de sobrevivir, pero no fui capaz. Mi estúpido miedo provocó su muerte.
Aquellos recuerdos asaltaron mi mente durante el corte. Sin embargo, cuando vi la sangre, como savia que sale del tronco de un árbol, no quise vomitar, no me mareé simplemente observé como se deslizaba, roja como el vino.
Cuando sentí un leve mareo comprendí que debía detener la hemorragia. Cogí unas gasas y vendé mi brazo. Al momento su blanco quedó manchado por la sangre. Algunas gotitas seguían deslizándose por mi brazo y cayeron en el suelo salpicando mis pies descalzos. Mi piel era tan blanca que parecía que la pureza de la nieve hubiera sido manchada con la sangre de algún animal herido.
Tenía que limpiar las baldosas antes de que alguien entrara. Comprobé que ya había dejado de sangrar y me puse un vendaje más por encima de las gasas, para que dejara de verse la gran mancha roja. Empecé a limpiar la sangre con papel higiénico y luego eché un poco de jabón al suelo para terminar de borrar las huellas de mi delito. Cuando comprobé que todo estaba limpio me puse la bata y procuré tapar lo mejor que pude el brazo donde tenía el vendaje.
Bajé a cenar junto con mi hermano mayor, Rafael. Aquel día estaríamos solos porque nuestros padres estaban en una conferencia por culpa de su empresa, pero no nos importaba, la verdad era que lo raro en casa era que ellos estuvieran con nosotros. Nosotros, éramos algo secundario e incluso terciario, no éramos nada, sólo la mierda que nuestros padres crearon.
Rafael había hecho un poco de arroz blanco y frió dos huevos. Sirvió los platos sin dirigirme la palabra ni mirarme a los ojos. Desde el día del accidente se había portado de esa forma tan distante conmigo. Iván había sido su mejor amigo y aunque él hubiera sido mi amor Rafael lo conocía desde hacía demasiado tiempo como para sentir menos pena y tristeza que yo.
Le di las gracias y me puse a mirar al plato mientras revolvía la comida con el tenedor. La verdad era que no tenía hambre, sólo mucho sueño, pero después de lo que acababa de hacer me daba miedo que mis ojos se cerraran.
Observé a mi hermano, quien comía con mucho ímpetu. Los dos éramos físicamente muy parecidos: Pelo negro, piel clara, la misma pequeña nariz recta, la cara en forma de corazón, la diferencia se encontraba en nuestros ojos; Los suyos eran azules como el mar, muy azules, siempre me fascinaron esos ojos que estaban llenos de vida. Los míos, por el contrario, eran grises y sólo desprendían tristeza.
-¿Qué miras? –me espetó.
-Nada, es que no tengo mucha hambre. –le contesté, pero sin mirarle a los ojos, no me atrevía.
Me miró, como si intentará atravesarme con sus ojos. Me estaba poniendo muy nerviosa hasta que, por fin, habló.
-Pues si no quieres comer guárdalo en un táper y mételo en la nevera.
Usó uno tono tan seco que hizo que sólo me entraran ganas de llorar.
-Vale. Lo guardaré.

Encerrada en mi habitación me eché en la cama sin encender la luz ni quitarme la bata. Dejé que las lágrimas corrieran por mis mejillas, pero en silencio, a pesar de que las ganas de gritar me invadieran como un potente veneno.
¿Qué me quedaba? Mis padres nos odiaban a mi hermano y a mí, Iván había muerto por mi culpa y Rafael, la persona a la que más quería en este mundo, no me dirigía la palabra y cuando lo hacía sólo me lanzaba miradas de odio y escupía las palabras sobre mí. En momentos como ése, sólo deseaba que todo acabara, que el mundo me tragara y me hiciera desaparecer.
Otra vez, esa sensación de vacío se cernía sobre mí, como el día del accidente, pero esta vez el dolor que lo llenaba era más grande. Habían pasado cinco meses desde lo del accidente, pero en ningún momento me había sentido tan mal como entonces. No lo soportaba. La cabeza me dolía debido al gran esfuerzo que tenía que hacer para no gritar. Cuando me pasaba eso sólo podía hacer una cosa para solucionarlo: Cortar.
Sería peligroso, ya lo había hecho antes y había expulsado demasiada sangre, pero había un impulso que me hacía querer hacerlo de nuevo.
En el cuarto de baño me saqué la bata que arrojé contra la bañera y después me arranqué los vendajes del brazo dejando al descubierto las cicatrices de crímenes pasados. Adornaban mi brazo como si una serpiente se hubiera enrollado a su alrededor.
Saqué la cuchilla, que guardaba siempre detrás del váter pegada con cinta adhesiva, y la acerqué a mi brazo. Estaba a punto de hacerlo cuando la puerta se abrió de golpe. Rafael acaba de entrar con una toalla enrollada en su cintura, dispuesto a darse un baño, pero lo vio; La bata tirada dentro de la bañera, los vendajes y las gasas manchadas de rojo, la cuchilla en mi mano, las marcas de mi brazo.
Corrió hacia mí. Pensé que me daría una bofetada, pero lo único que hizo fue abrazarme. Me asusté, ni siquiera solté la cuchilla sólo tenía los ojos abiertos como platos sintiendo como mis lágrimas volvían a correr por mi cara.
-Suéltala, por favor. –me susurró Rafael al oído.
Al momento lo hice. Cayó haciendo un ruido metálico que resonaba dentro de mí. Sin embargo, a pesar de que mi mano ya la había soltado, no fui capaz de abrazar a mi hermano.
-¿Por qué? –preguntó.
No respondí.
-¿Por qué? –repitió.
“Porque ya no tengo a nadie, Rafael, porque me siento sola, impotente, porque la persona a la que más quería murió por mi culpa, porque a la que más quiero, por encima de todo, me odia y ese eres tú, Rafael. Porque ya no soporto la culpa ni la soledad que lo único que hacen es devorarme por dentro...”
Pensé en todo eso, pero no me atreví a decirlo. Ese abrazo me tendría que haber ayudado a sentirme mejor, pero sólo hizo que me pusiera furiosa. Lo aparté de un empujón, cogí la cuchilla y por una vez en mucho tiempo le miré a los ojos.
-¡¿QUÉ TE IMPORTA?! ¡MI VIDA ES MI VIDA Y TÚ NO TIENES POR QUÉ METERTE EN ELLA!
Salí del cuarto de baño dando grandes zancadas. Mi hermano se quedó inmóvil mirándome, suplicando con esos ojos. Pero me daba igual. Me había hecho daño, durante cinco meses.
-Suelta la cuchilla, por favor.
-¡NO!
-¡¿No ves que te vas a matar?! –gritó Rafael con las lágrimas a punto de desbordarse.
-¡¿No ves que si lo hago es porque me da igual?!
Rafael dio un paso atrás y cayó en la bañera. Salí de allí y volví a encerrarme en mi cuarto. Cerré con el pestillo y volví a echarme en mi cama. Escuché como sus pasos se acercaban a la puerta y empezaba a aporrearla.

No paraba de gritarme que abriera la puerta y aunque pasaron las horas él seguía golpeando la puerta de pino negro con la misma fuerza. Llegué a asustarme, porque no paraba. Cuando fue la una de la mañana cesó y sólo dijo una cosa.
-Lo único que te pido es que por favor dejes la cuchilla y la pases por debajo de la puerta. Por favor. –su voz sonaba cansada.
Yo también lo estaba y hubo un impulso que me hizo levantarme y dirigirme hacia la puerta. Me agaché, pero antes de pasarle la cuchilla me hice un pequeño corte en el dedo y con las gotitas que salieron de él, manché el filo de la cuchilla. Después se la pasé por el pequeño hueco que había debajo de la puerta.
Pasaron un par de segundos y escuché como sus pasos se alejaban. No me había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que oí como se iba. Me alejé de la entrada y me metí en la cama mientras me chupaba el dedo. El sabor de la sangre inundaba mi boca y acabé durmiéndome con el metal del líquido.

Desperté con un rayo de sol en la cara. Abrí los ojos poco a poco para habituarme a la luz. Apenas recordaba lo que había pasado la noche anterior, pero entonces localicé la pequeña cicatriz de mi dedo índice. Todos los recuerdos vinieron de golpe a mí.
Me daba miedo abrir la puerta, pero no me quedaba más remedio que hacerlo. Me arrepentí cuando lo hice. La puerta de pino estaba llena de manchas de sangre seca y en el suelo había un par de gotas más.
Con pasos cuidadosos fui hasta el cuarto de Rafael. La puerta estaba entreabierta. Me asomé un poco para comprobar si estaba ahí y, en efecto, allí se encontraba. Estaba sentado en el borde de su cama, con las piernas un poco abiertas, la cabeza apuntando hacia abajo, los brazos colgando y entre sus manos, cuyos nudillos estaban llenos de sangre, la cuchilla con restos del líquido con el que la había manchado.
Entré dentro, pero pensé que no se había dado cuenta de mi presencia, pues no levantó la mirada del suelo. Me alegré de que no me mirara, ya que no habría sido capaz de contener las lágrimas.
-¿Por qué? –me asusté al escuchar el sonido de su voz. No sonaba bien, era como si tuviera la garganta seca y la voz quedaba ahogada por las lágrimas saladas.
Quería responder, pero no me veía capaz. Cada vez que abría la boca sentía que sólo podría gritarle y no quería, no quería que las cosas acabaran como la noche anterior.
Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos, que siempre habían desprendido vitalidad, parecían estar muertos y estaban inundados. Entonces hizo algo que no me esperaba; Cogió la cuchilla con su mano derecha y se hizo un corte en el brazo. Al momento la sangre corrió y me empecé a marear. Rafael siguió haciendo cortes en su brazo, pero la quinta vez que se iba poner la cuchilla corrí hacia él y le pegué una bofetada.
-¡¡¡PARA!!! –le grité. -¡¡¡POR FAVOR, PARA!!!
Le quité la cuchilla y la tiré al suelo, lejos de él, lejos de mí, lejos de nosotros. Caí de rodillas a su lado y lloré como nunca antes lo había hecho. Apoyé mi cabeza en su pecho mientras las gotas saladas se derramaban en su cuerpo. Me abrazó y sentí como la sangre de sus brazos me empapaba.
En esos momentos no me sentí furiosa, sino aliviada, querida por primera vez en mucho tiempo.
-Lo siento –le susurré. –Lo siento tanto.
Me abrazó con más fuerza y entonces me susurró al oído.
-Te quiero muchísimo. Eres la persona a la que más quiero y jamás te abandonaré. Y quiero que sepas que esto lo superaremos juntos, pero por cada corte que te hagas yo me haré otro, porque no pienso dejar que tú sufras sola. Si a ti te duele, a mí también.
Pasé mis manos por sus nuevos tatuajes de sangre y traté de limpiarlos con la manga de mi pijama, pero entonces vi que sus heridas ya habían dejado de sangrar.
Más tarde limpiamos la sangre que había en mi puerta y en el suelo. Juntos, cogimos la cuchilla y la tiramos y vimos como el camión de la basura se llevaba la bolsa donde la habíamos echado. Con cuidado, desinfecté las heridas de Rafael y él me ayudó a ocultar las mías. Ahora y desde entonces, cada día al levantarme y salir de mi casa, miro al cielo y digo: “Gracias”
No se las doy a Dios, tampoco se las doy al Universo, sólo se las doy a una persona que me enseñó que la vida es la cosa más maravillosa que podemos tener y que lo único que podemos hacer en los malos momentos es luchar y afrontar las cosas que vienen, pues por cada cosa mala viene una buena, no así de repente, pero llega. Y nunca estamos solos, porque siempre hay alguien que nos dirá que nos quiere, a lo mejor no lo tenemos a nuestro lado ahora mismo, pero siempre viene, siempre está.




Anouk. Así era como me llamaban. Yo no había elegido el nombre, pero no me podía quejar, por lo menos conservaba algo de mi anterior vida. Todas las mañanas me despertaba con el miedo llenando mis venas y con los pulmones llenos de aire frío. Cada bocanada me dolía, como si algo me golpeara en el pecho. Era horrible, pero valía la pena con tal de poder seguir viva en aquel mundo.
Al despertar, lo primero que me encontraba era con un espejo. Me deprimía verlo allí todas las mañanas. Mirarme y ver esas grandes ojeras que me asomaban por debajo de los ojos, con el pelo sucio y negro, la cara pálida y los ojos grises, sin vida. Al abrir mi armario todo lo que se veía era oscuro. En ocasiones me llamaban gótica, otras veces emo, yo no seguía ninguno de esos estilos, pero me daba igual como me considerasen. Sólo tenía quince años y, sin embargo sentía que había vivido más que una persona normal. Habían pasado tantas cosas en mi vida que las nimiedades que podrían preocupar a cualquier adolescente a mí me traían sin cuidado.
Estaba sentada en un banco de un viejo parque que estaba abandonado. Hacía mucho frío y veía como el vaho salía de mí cada vez que respiraba. El sonido de la rueda girando acompañaba al viento, que me azotaba con fuerza, las cadenas oxidadas de los columpios moviéndose como si trataran de revivir el recuerdo de los niños que anteriormente iban a jugar allí. El recuerdo. Ése era el motivo por el que me encontraba allí, por todos los recuerdos que me traía aquel sitio. Sin embargo, pensar en ello me deprimía, pensar que una vez tuve algo y acabé perdiéndolo. Nostalgia, melancolía por lo que había desaparecido de mi vida.
Sacudí la tierra que había bajo mis pies, y entonces lo vi. Un gato negro de ojos azules, que me observaba desde el otro lado del parque. Dejé de levantar el polvo que había bajo mí y lo miré, con curiosidad. Me sentía como si me estuviera analizando, aunque al momento pensé que era una estupidez. ¿Cómo me iba a estar analizando un gato? Aún así, sus ojos me producían escalofríos.
Me levanté, metí las manos dentro de mi sudadera y decidí pasar del animal. Le di la espalda, pero un presentimiento me decía que el gato, me seguía observando, viendo como caminaba saliendo de aquel sitio rodeado de árboles muertos y fuentes secas.
Hacía muchísimo frío, pero yo seguí caminando en un vano intento por recuperar algo de calor. Cualquiera pensaría que lo mejor que podía hacer era irme a mi casa, tomarme un vaso de leche caliente y sentarme en el sofá rodeada por un ejército de mantas de lana. Pero el gran problema era que la casa, donde vivía, no era mi hogar. Allí el calor no se sentía, era peor que estar en el propio infierno, nada era real, tan solo una ilusión, como un espejismo en el desierto.
Para dramatizar más las cosas, empezó a llover. No es que fuera algo que me importase, caminar bajo la lluvia era una de las cosas que más me gustaba hacer. Era como si me limpiaran las impurezas, como si las cosas malas desparecieran y se resbalaran abandonando mi cuerpo. Me quedé quieta, subí la cabeza hacia arriba, cerré los ojos y dejé que las gotitas de lluvia me cayeran en la cara mientras resbalaban por mis mejillas. No pude evitar esbozar una sonrisa.
Corrí debajo de la lluvia. Empapándome. Bailando. Pero nada me importaba entonces, ese instante era demasiado perfecto para abandonarlo, para dejarlo de lado, tan solo para preocuparme.
Frío. Una sensación que me recorrió todo el cuerpo. Me dolió. Frío. Esta vez fue más intenso, como si algo sólido lo provocara. Me giré, con el agua cayendo por mi cabello como si fueran los hilos de una telaraña. Un chico, de cabellos negro azabache, se resguardaba de la lluvia bajo la copa de un gran árbol que todavía conservaba unas pocas hojas. Iba vestido completamente de negro, pero lo que más me había sorprendido era que no llevaba nada en los pies. Me recordaba a cierto cantante que a mí me encantaba. Era la única persona, cuyas canciones conseguían sacarme una sonrisa. El pelo le caía sobre los ojos de una forma preciosa, pero aún que apenas se le vieran, se podían distinguir un par de destellos azules que me causaban escalofríos, por el simple echo de que se dirigían directamente hacia mí. Me recordaban algo, pero no sabía exactamente el qué.
Nos miramos durante unos pocos segundos, que para mí se volvieron una eternidad, pues me había dado tiempo a examinarle centímetro a centímetro y parecía que él había hecho lo mismo conmigo. Jamás había visto a alguien como él:Misterioso, oscuro, pero que me provocaba una sensación de... La verdad era que no tenía palabras para describirlo. Nuestros ojos seguían conectados, pero no decíamos nada, supuse que sobraban las palabras.
Salió de debajo del árbol y se acercó hasta donde estaba yo. La lluvia comenzó a empaparlo y la camisa, completamente mojada, le marcaba todos los músculos. Era hermoso. No apartó la mirada ni por un segundo y yo tampoco lo hice. Estaba prácticamente pegado a mí y veía como el agua le resbalaba por el pelo. Estaba tan serio que hasta daba miedo, pero sentía algo extraño. Una sensación de calidez se apoderó de mi cuerpo. Nunca había sentido algo así. Era tan confortante.
Se acercó aún más a mí y me puse nerviosa. Era hermoso y sus ojos no dejaban de mirar a los míos. Sólo tenías ganas de hacer una cosa, una estupidez, una locura. Un beso. Y lo hice.
Posé mis labios sobre los suyos y sentí como el calor me inundaba y como el frío se desvanecía. Pensé que se apartaría de mí, pero me tomó entre sus brazos y prolongó el beso dejándome casi sin respiración. No me importaba. Me gustaba. Pero todo momento llega a su fin, aunque uno no quiera que ocurra, siempre pasa.
No fui yo la que se apartó, fue él. Se mostraba nervioso e inseguro, deseoso de algo más. Más bien, parecía que tenía miedo de algo.
-Lo siento.
No lo entendía, ni comprendía. ¿Por qué se disculpaba? Miró mi muñeca, durante una milésima de segundo y yo también lo hice. Lo que vi, me asustó. La sangre goteaba por mi mano, pero yo no sentía ningún dolor. Era como si me hubieran rajado las venas.
Por instinto presione con mi otra mano la herida, pero parecía que no funcionaba. Me estaba mareando y la sangre no dejaba de salir. Le miré con ojos suplicantes, quería que me ayudase, pero no hacía nada, tan solo miraba como mi alma deseaba abandonar mi cuerpo.
-¿Qué está pasando?
No me contestó. Me aproximé a él y le miré a los ojos más decidida que nunca en busca de una respuesta. Me encontraba fatal, pero intenté sostenerme de pie.
Ya no pude más, y me desplomé en el suelo, viendo como un pequeño charco de sangre rodeaba mi muñeca, y como la sangre se iba mezclando con el agua que caía sobre mí copiosamente. Ese chico se quedó mirándome, impotente, cobarde. Mis ojos se empezaron a cerrar, pero antes de que mi alma me dejara, oí la respuesta:
-Necesito tu vida.
Y supe que la luz jamás volvería a iluminar mis ojos.


Y esa sensación rara en el estómago, los ojos llorosos, la carne de gallina, la cabeza como si le estuvieran metiendo presión, la costosa respiración y esa sensación que no sé lo que es, creo que es mi corazón que va acelerado. Es que me duele ver que se quiere morir.



Eran dos y
uno le dijo al otro:

“Mira al horizonte,
hacia donde el Sol se pone.
Mira la Luna,
tan plateada,
como observa acongojada
a la espuma,
tan blanca
que danza con el agua
en ese negro mar
que ansioso está
de que las estrellas salgan ya.”

“¿Cómo
algo tan grande como la Luna
asustarse del mar puede?
No debe,
sentido no tiene.
¿Cómo
la Luna,
astro del cielo,
mira con miedo hacia abajo?”

“Me preguntas eso
mas no entiendes
el hecho
de que mar y cielo
separados no están
como uno siempre permanecerán.”

Negaba y negaba,
una y otra vez,
que lo que le decía su amigo
verdad es.

“El cielo es mayor,
no hay comparación,
uno no son,
locuras dices.”

“Locuras no son.
Durante el día
claros y brillantes se tornan.
La noche
oscuros y tétricos los vuelve
y en extrañamente hermosos
se convierten.
Las nubes son olas agitadas
y la espuma nubes blancas.
Los peces son estrellas
que bailan en el agua,
resplandecen.
Y en el cielo,
blanco, gris, negro
se reflejan.
Y cuando la lluvia cae
se unen
como si un par de enamorados fueran.”

“El enamorado debes ser tú,
normal no es
que cosas así digas.”

“Mi mente no deja de divagar,
no dejo de pensar
en ese alguien especial.
Si quieres, enamorado llámame,
pues lo estoy del mar,
como un pirata
sin ir más allá.
Yo soy el cielo,
que hacia abajo mira
y si asustado estoy
es por el miedo a que algún día
ese mar que contemplo
desaparezca
y un vacío en mí quede.”

Quien no entendía estas palabras se alejó,
sin dejar de negar
todo lo que el otro contaba,
sin dejar de afirmar
que su amigo loco estaba,
pero a él no le importó,
que pensará que cuerdo no era.

Siguió mirando al horizonte
donde el Sol se pone
donde la Luna
con su fina luz
besa al mar,
porque amar
es algo que no puede evitar.





Sentir el calor de un cuerpo humano junto al tuyo, sentir su respiración, saber que está ahí y que no es una simple ilusión. Sentir sus caricias en tu piel y ver como sus dedos se enredan en tu cabello, como sus brazos te aprietan con fuerza. Saber que cuando pienses que todo está fallando, esa persona no te soltará.

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