Huele a rosas, igual que
la primera vez...
Recuerdo como el viento
agitaba sus cabellos y su perfume llegaba hasta a mí y podía
respirar y sentir que estaba en un campo de rosas. Recuerdo como su
sonrisa iluminaba su pálida cara, cómo sus dedos jugaban con los
míos hasta que se entrelazaban. Sus ojos me miraban, pero no veían
mi rostro, sino dentro de mí...
Aún puedo sentir sus
dulces caricias con sus pequeñas manos. Tan cálidas como un rayo de
sol. Y sus frías lágrimas que llenaban mi corazón de dolor. Sus
abrazos interminables en los que nos uníamos como si sólo fuéramos
un ser. Juntos por algo más que la sangre: Un amor tan fuerte que
cortaba la respiración.
Sus besos eran como
fuego en medio de una ventisca helada. Cuando nuestros labios se
unieron por primera vez por mi mente pasó la idea de que si ella
besara la nieve o un pedazo de hielo, se derretirían al mínimo
contacto.
Ahora toco sus labios y
están fríos, pero sé que aún hay vida en ellos, sigo creyendo que
con ellos podría derretir los míos. Tengo su mano entre las mías y
me tiemblan cuando siento que unas terribles ganas de llorar me
atormentan.
Unos pequeños ojos
marrones me observan. Son los suyos, pero están tristes y ya no
desprenden esa alegría que antes los llenaba.
Le susurro un hola y le
muestro una sonrisa. Quiero decirle que todo irá bien, pero ambos
sabemos que eso no es verdad. Poso mis labios sobre su frente. No
puedo evitar que unas pequeñas lágrimas se deslicen por mi rostro y
caigan sobre ella.
Su mano limpia las
lágrimas que aún recorren mi cara y veo una pequeña y triste
sonrisa a través de la mascarilla del oxígeno que cubre su boca y
su nariz, su pequeña nariz que siempre me ha gustado besar cada
mañana. Ahora es ella la que llora, pero yo beso cada una de sus
pequeñas y frías lágrimas.
Señala con un dedo
tembloroso un cuaderno de anillas, se lo doy y con dificultad escribe
dos palabras que hacen que me estremezca.
Tengo miedo
-Yo
también cariño.
Sigue
escribiendo.
No me dejes por favor
Me
echo sobre ella y la rodeo con mis brazos con cuidado, no quiero
hacerle daño.
-Eso
jamás. Te lo juro.
Te quiero
-Y
yo a ti, por encima de todo. Daría mi vida por ti.
Empieza
a llorar y me duele verla así. Tantas cosas daría por conseguir que
se pusiera bien y me siento impotente, no puedo hacer nada...
-Duerme
un poco, tienes que descansar.
Ella
niega con la cabeza y vuelve a escribir.
¿Y si no me despierto?
-Te
despertarás cariño, no te preocupes. Y cuando lo hagas yo estaré
aquí.
Parece
que mis palabras la calman y deja de llorar. Se levanta la mascarilla
y me hace un gesto para que me acerque. La ayudo a incorporarse, pone
su mano tras mi nuca y me besa. Nos abrazamos mientras nuestros
labios siguen juntos. No la quiero soltar y parece que ella tampoco,
pero empiezo a notar que se ahoga. La aparto con dificultad, la
recuesto y le pongo la mascarilla.
Me
agarra con fuerza de la mano mientras empieza a cerrar los ojos. No
tardará en quedarse dormida. Es increíble lo preciosa que está
cuando duerme, es como si no le ocurriera nada, como si al despertar
volviera a estar bien y me dijera como cada mañana: “Buenos días
cielo”. Echo tanto de menos su voz, cuando susurraba en mi oído
tantos “te quiero”. Sé que nunca más la volveré a oír, sé
que las cosas están terminando, sé que su luz se acabará apagando
y que sólo quedarán recuerdos y rezo a Dios para que nunca se
borren de mi mente.
Mis
ojos se empiezan a cerrar y caigo en el mundo de los sueños...
Unas
voces me despiertan, mis párpados pesan más de lo normal, intento
abrir los ojos y los froto. Hay por lo menos cuatro personas delante
de mí, todos alrededor de una cama. Tardo un par de segundos en
percatarme de lo que está sucediendo.
Me
levanto precipitadamente y trato de acercarme hasta donde está ella.
Una enfermera me corta el paso y me obliga a salir de la habitación.
No puedo irme, le dije que me quedaría con ella, fue una promesa.
Le
pido que me deje quedarme, pero sin decir una palabra me saca fuera y
cierra la puerta. No veo nada y no sé lo que ocurre. Me muerdo el
labio y saboreo la sangre. Me siento, pero al momento me vuelvo a
poner en pie. Los nervios me están matando.
Varios
minutos después la puerta de la habitación se abre y la misma
enfermera que me echó aparece junto con un hombre al que reconozco
como el doctor.
-¿Qué
ha pasado? ¿Está bien?
Él
me mira con ojos duros.
-Por
favor, siéntese.
Tengo
los ojos muy abiertos y me siento muy despacio, una parte de mí no
quiere oír las noticias que trae el médico.
-Me
temo que debo comunicarle una mala noticia. Su esposa acaba de sufrir
un paro cardíaco, hemos intentado reanimarla, pero nos ha resultado
imposible.
Hace
una pausa.
-Ha
muerto.
Creo
que mi corazón también se va a parar. Siento un horrible nudo en la
garganta y por un momento el mundo se desvanece. Sólo soy yo y una
inmensa oscuridad. A lo lejos escucho una voz que cada vez suena más
nítida.
-Ella
le dejó una carta. Me comunicó que cuando ocurriera se la entregara
personalmente.
La
cojo y con ella, entre mis temblorosas manos, me adentro en la
habitación donde me espera la muerte, deseosa de conocerme. La veo
delante de mí, riéndose: “Ella es mía ahora”.
Su
rostro es más blanco que la nieve. Toco sus labios, están más
fríos que nunca. Los beso, pero ya no desprenden calor. Están
muertos. Jamás volveré a ver sus preciosos ojos, ni a besar su
pequeña nariz por las mañanas, ya no jugará con mis dedos, ni me
acariciará, ni me volverá a decir que me quiere. No habrá más
abrazos. Éramos un ser, pero sin ella ya no soy nada...
Una semana después:
La
casa parece más tranquila y más vacía desde que se fue. Todo es
más triste y, aunque el sol golpea las ventanas hay algo que no lo
deja pasar. Todo es demasiado oscuro. Cada mañana me despierto como
si el frío se hubiera colado dentro de mis venas y me fuera
congelando poco a poco. Odio todo, la vida ya no significa nada
porque ella no está...
Otra
mañana igual, con ganas de terminar. Me levanto, voy al baño, me
lavo la cara, me visto, me pongo la chaqueta y oigo como algo cae al
suelo. Miro a mis pies y veo un sobre blanco doblado por la mitad. Lo
cojo y recuerdo lo que es: La carta que me había dado el médico
cuando ella murió. No la había leído, no podía, aún me dolía
demasiado su muerte, pero creo que ahora debo hacerlo.
La
abro y contengo la respiración. Por fin sabré lo que me quería
decir...
Cariño, si estás
leyendo esto significa que no lo he conseguido, que no me he curado y
que ya no estoy contigo. Estoy muy asustada y sé que tú también lo
estás. He querido escribir esta carta en cuanto el doctor me ha
dicho el tiempo que me queda. Tengo tantas cosas que contarte y sé
que no podré decírtelo todo en un pedazo de papel. Siendo sincera,
no creo que pueda explicar con palabras todo lo que siento por ti.
Cuando nos conocimos
lo primero que pensé fue “huele a mar” y no te imaginas lo mucho
que me gustó. Ya sabes que me encanta dar paseos por la playa.
¿Cuántos hemos hecho nosotros? En un principio no pensé que
llegáramos a ser algo más que amigos porque creía que me veías
más como a una hermana. Confieso que aquellos días en los que
estaba rara contigo y no sabías el porqué y tú te enfadabas más,
era porque no quería que me vieras como una amiga porque no tardé
en enamorarme de ti. Es muy difícil no hacerlo.
Recuerdo cuando me
llevaste aquel agosto tan caluroso por la noche al monte y juntos
contamos todas las estrellas que caían atravesando el cielo. Me
dijiste que quien viera más estrellas podría pedirle lo que
quisiera al otro. Aún sigo pensando que hiciste trampa, pero jamás
me he alegrado tanto de que las hicieras. Exigiste tu premio y me
susurraste al oído: “Bésame”. Ese beso fue como el primero, tan
especial que aún lo recuerdo con todo detalle. Sabía a fresa y a
limón, era cálido como si besara al sol y dulce, tierno. No quería
separarme de ti y si lo hice una primera vez fue porque sabía que
habría más como esos, sabía que jamás me dejarías.
Aún pasa por mi
mente aquel día que fuimos a bucear. Me dijiste que sería la
experiencia más increíble de toda mi vida y no te equivocaste.
Bajamos con las pesadas bombonas hasta una zona llena de arrecifes,
eran preciosos. Bajaste hasta el fondo y me asusté, pensando que en
cualquier momento aparecería un tiburón por detrás y quien me
sorprendió fuiste tú. Traías una ostra, la abriste y dentro había
un anillo de oro reluciente. Me indicaste que subiéramos y cuando
llegamos a la superficie nos sacamos las gafas y apartamos las
bombonas y me preguntaste: “¿Quieres casarte conmigo?”. Mi
respuesta fue un beso. Claro que me quería casar contigo, porque la
mayor certeza que he tenido nunca en esta vida es que te quiero por
encima de todo, sé que siempre estarás a mi lado, incluso en estos
momentos en los que mi vida pende de un hilo muy fino.
Sé que dentro de
poco te dejaré y no sabes lo mucho que me duele, es que te quiero
tantísimo que no me imagino tener que pasar un segundo sin ti. Para
ti será muy difícil, sé que quien muere soy yo y que no tengo que
pasar por lo mismo que tú. Puede que pienses que te he abandonado y
que incluso una pequeña parte de ti me odie por tener que dejarte
así, pero tienes que saber, debes entender que yo nunca me apartaré
de tu lado.
Cuando nos casamos te
dije: “Mi alma, mi corazón, todo mi ser, son tuyos. Nadie, nada,
nunca los apartará de ti, pues siempre te pertenecerán”.
La muerte ha vencido
y se lleva mi cuerpo, pero no lo demás, no lo que hay dentro de mí,
porque eso está en tu interior y jamás te lo podrán arrebatar.
Siempre estaré contigo en tu corazón, en tu alma y cada día lo
pasaré a tu lado, aunque tú no me puedas ver.
La próxima vez que
nos veamos será cuando tú seas un viejecito arrugado y con poco
pelo al que se le caen los dientes y caminarás con un bastón. Una
noche estarás durmiendo calentito en tu cama y me verás en tus
sueños y entonces, sólo entonces, sabrás que al despertar yo
estaré contigo y volveremos a estar juntos. Pero, entiende que a
pesar de que ahora mismo no esté, los dos, siempre seremos un único
ser.
Ahora me voy, pero te
digo unas últimas palabras: Adiós amor mío, recuérdame todos los
días y vive una larga vida por los dos. Te amo...
Las
manos me tiemblan horriblemente mientras las lágrimas caen por mi
cara. Un par de gotas caen sobre la carta y emborronan un poco la
tinta. Me cubro la cara con una mano pero mis ojos siguen releyendo
la carta una y otra vez. Había pensado que tener que leerla me
provocaría un enorme dolor, pero me siento aliviado, es como si sus
palabras hubieran rellenado el vacío que se formó cuando ella se
fue.
Acerco
la carta a mi cara y aspiro su perfume: Huele a tinta, a papel nuevo
y también, huele a rosas...